Benjamin Franklin nos ha legado la célebre frase acerca de la imposibilidad absoluta de escaparle a «la muerte y los impuestos». Son las únicas dos cosas que irremediablemente, tarde o temprano, han de alcanzarnos. Y pareciera que la magnitud asignada a estos dos desagradables protagonistas de nuestras vidas es inconscientemente trasladada por el pueblo estadounidense a la evaluación de la clase política. La mención al recorte de impuestos en Estados Unidos es un requisito irrenunciable en la campaña de cualquier político que se precie de tal. Y es esperable que así sea. Sin embargo, la muerte, sombríamente, se presenta cada vez más protagónica en la vida del político. Claro que la calidad del individuo en el que la muerte encarna su rol también juega su papel. La muerte de Osama Bin Laden le proporcionó al presidente Barack Obama 11 puntos de crecimiento en su índice de aprobación de gestión. La captura y muerte de Sadam Husein ya le había reportado al ex presidente George W. Bush 8 puntos de incremento en su popularidad. La jerarquía del muerto explica la diferencia, a pesar de que el ahorcamiento aparece como más mediático y movilizador que un secreto sepelio marino.
El resultado de la encuesta realizada cuando se difundió la noticia del deceso de Bin Laden dice textualmente: «El 57% de los estadounidenses aprueba la gestión de Obama al frente del gobierno, mientras que hace tan sólo un mes ese porcentaje era del 46%». No logro terminar de comprender la razón por la que un individuo que hasta ayer pensaba que la gestión de gobierno del presidente era mala, hoy piensa que es buena. La diferencia: sólo un muerto. Y es curioso, porque si bien la encuesta muestra que el índice de aprobación del que hoy disfruta un mandatario ya lanzado a su reelección ha trepado hasta el 57%, en paralelo la misma investigación muestra que sólo un 16% de los encuestados se siente más seguro con la muerte de Bin Laden.
Es difícil evitar pensar que la muerte del terrorista más buscado del mundo impacta más en la sed de venganza de un pueblo que ejerce un nacionalismo tradicionalmente agresivo, que en la certeza de que ahora nuestras vidas serán más seguras que antes. Esta forma de «sentir» la justicia implica necesariamente una cuota de miopía en el ejercicio de observación del problema. Si usted pensaba que la gestión del presidente Obama es deficiente, no veo cómo un muerto puede cambiar esa apreciación. Pero más grave aún es el hecho que el pueblo norteamericano en su gran mayoría sigue sin comprender las consecuencias de una política exterior errada que ya lleva demasiados años irritando a muchas comunidades. Algunas lo expresan a los gritos, otras en la silenciosa intimidad de sus propios intereses. Pero el antiamericanismo es una corriente creciente desde hace ya demasiados años. No voy a discutir que el mundo es un mejor lugar sin Bin Laden. Eso es simplemente un hecho irrefutable. Tampoco voy a discutir que el terrorista muerto es un escenario mucho más simple, manejable y con menos implicancias futuras que el terrorista detenido. Lo que no puedo dejar de observar es que una parte importante de la comunidad internacional ha visto el hecho como de dudosa legalidad. Legítimo pero ilegal. Hasta los genocidas han tenido un juicio previo a su condena. El derecho internacional se ha convertido en algo funcional al poder. Nadie va a pedir explicaciones a Estados Unidos por esto. Ni siquiera Pakistán. ¿Por qué? Porque Estados Unidos es Estados Unidos. Tampoco se ha hecho con China o Rusia en otras cuestiones igualmente graves. Las agencias internacionales no se meten con las potencias.
Sin embargo, la realidad no perdona. La muerte de Bin Laden se produce cerrando una semana de graves revelaciones sobre los más descarnados abusos en Guantánamo. 759 informes secretos demuestran que Guantánamo creó un sistema policial y penal sin garantías en el que sólo importaban dos cuestiones: cuánta información se obtendría de los presos, aunque fueran inocentes, y si podían ser peligrosos en el futuro.
Ancianos con demencia senil, adolescentes y niños, enfermos psiquiátricos graves y maestros de escuela o granjeros sin ningún vínculo con la yihad fueron conducidos al limbo cubano y mezclados con verdaderos terroristas responsables del 11-S. Si Guantánamo es una cárcel debiera ejercer ese rol que por definición es un espacio de reclusión para albergar a personas que cometieron un delito y han sido condenadas. Pero la prioridad de Guantánamo no es imponer sanciones por delitos cometidos. De hecho, sólo siete presos han sido juzgados y condenados hasta el momento: seis en las comisiones militares de la base y uno en un tribunal civil de Nueva York. Lo que se pretende fundamentalmente, según muestran los informes, es obtener información a través de interrogatorios ejecutados con extrema dureza.
Guantánamo ha sido uno de los mayores fracasos políticos del presidente Obama. A pesar de que cerrar el penal fue su primera promesa tras asumir el cargo en enero de 2009 el anuncio, el pasado mes de marzo, de que se reanudarían los juicios en las comisiones militares fue el reconocimiento cabal de su fracaso. No obstante, los círculos más conservadores aprovechan la identificación del lugar donde se escondía Bin Laden para justificar retroactivamente la tortura al decir que sólo mediante ella se ha logrado ubicarlo y matarlo. El presidente no ha opinado al respecto. Su silencio apunta a evitar cualquier polémica que pudiera poner en riesgo alguno de los 11 puntos logrados.
¿Cuánto vale una vida? Probablemente la respuesta parezca cruel: depende de cuál. En definitiva, no podemos saberlo de antemano. Pero sí sabemos cuánto vale una muerte. O varias de ellas.
Con cierta ingenuidad, Voltaire ha sentenciado: «Yo soy la muerte, no los impuestos. Yo sólo vengo una vez». Voltaire se equivocaba. En política, la muerte es un juego recurrente. Y desigual.
Alex Gasquet.©2011