El Reino Unido finalmente ha sobrevivido al intento separatista del 45% de los habitantes de Escocia. En una refrescante muestra de democracia, libertad y tolerancia, el pueblo escocés ha debatido, ha expuesto razones desde un lado y el otro, y finalmente ha votado. Su majestad Isabel II continuará al frente del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Al menos por ahora.
Escocia, si bien aglutina sólo un 9% de la población total del Reino Unido, posee un tercio de su territorio total y concentra más del 90% de sus riquezas energéticas. El referéndum en Escocia es algo digno de ser defendido. La votación no es una mera frivolidad. Significa libertad. Y con todas sus limitaciones, sigue siendo el modelo más representativo de la voluntad popular. Escocia, nación del iluminismo, nos ha dado una lección muy oportuna en un momento de particular popularidad de los movimientos separatistas alrededor del mundo. El resultado del plebiscito en Escocia, lejos de poner un punto final, está indicando un punto de partida. Sin embargo, hay algo que subyace en el reclamo separatista que obliga a una lectura más profunda. Los escoceses que han votado por la independencia han llegado todos al mismo punto, pero por convicciones diferentes. Hay una demanda, la más pragmática si se quiere, que es puramente económica. Una realidad que puede ponerse en blanco y negro observando el modelo de distribución regional de la riqueza en Gran Bretaña. Fundamentalmente en el tema petróleo donde la abundancia viaja sin escalas desde Escocia hacia Londres, Nueva York o Texas, mientras los empleados de las plataformas del Mar del Norte trabajaban en condiciones penosas. Otro ángulo demagógicamente utilizado por algunos independentistas ha sido la amenaza de pérdida de identidad cultural que la realidad pareciera desmentir. De hecho, los defensores del «sí» ofrecían este verano en las calles de Edimburgo un DVD con 18 documentos de los cuales sólo uno está en gaélico y en ninguno de ellos se menciona que la cultura escocesa esté en peligro «por culpa de Londres». No obstante, hay un tercer ingrediente que sí pareciera tener peso, y es el sentido de pertenencia a la corona.
Entre los que han votado por la independencia de Escocia existe la firme convicción de haber sido tratados injusta y abusivamente durante demasiados años por el gobierno inglés. Una especie de definición implícita de ciudadano de segunda. Hace mucho tiempo un escocés me dejó una reflexión sobre los ingleses que nunca he podido olvidar: «Un inglés está dispuesto a tratarte de igual a igual, siempre que tú reconozcas que él es una clase superior». Entonces, más allá de cuestiones relacionadas con el bienestar económico y la distribución de la riqueza, el contenido de los nacionalismos parece estar fuertemente ligado también al ejercicio permanente de la humillación de unos sobre otros, con el peligroso componente de frustración ante la injusticia que esto genera en el sector humillado a través de los años.
En una época en el que los poderosos hacen ostentación de su poder, no es descabellado pensar que la independencia represente cierta cuota de aire fresco para un pueblo ninguneado durante tres siglos. La amenaza real de independencia de Escocia, en un esfuerzo por mantener la unión, ha obligado al primer ministro David Cameron a comprometerse solemnemente a transferirle al Parlamento de Edimburgo amplios poderes y privilegios de financiación si sus ciudadanos optaban por quedarse bajo la soberanía de Londres. Esta medida de contención no ha hecho más que reconocer la injusticia anterior, la legitimidad de la demanda y ha abierto otro frente en forma casi automática: parlamentarios de Gales han declarado con firmeza que han de impedir dichas concesiones si no se le otorga a su país un nuevo lazo constitucional.
A todo esto, en Irlanda del Norte crece la tensión y se renuevan los reclamos por revisar los débiles acuerdos que permitieron frenar la violencia nacionalista de años atrás.
Una rápida observación del mundo de hoy pareciera darnos la certeza de la existencia simultánea de varios factores que ayudan a catalizar el ánimo independentista: la globalización que simultáneamente incorpora y fragmenta espacios geográficos de mayor o menor productividad es uno de ellos. Esto provee una constante exhibición de la desigualdad, con sus efectos nocivos sobre la cohesión social, la solidaridad comunitaria y la identidad nacional.
Otro factor es el aumento de las rivalidades étnicas, religiosas, culturales, clasistas y políticas en escenarios domésticos de creciente polarización. Por último, la incapacidad de las Naciones Unidas para moderar, tramitar y resolver conflictos entre países, estimulan a los pueblos a intentar la búsqueda de su independencia.
En Europa, los movimientos separatistas, con distintos niveles de adhesión, atraviesan España, Francia, Italia, Alemania, Bélgica, Gran Bretaña (más allá de Escocia), Ucrania, Austria y la lista continúa. En Estados Unidos, la vocación secesionista del estado de Texas es la más emblemática, aunque no la única. Canadá tiene lo suyo en Quebec y Latinoamérica muestra sus mejores galones rebeldes en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia), Guayaquil en Ecuador y la zona más rica en hidrocarburos de Venezuela: Zulia. La lista de grupos organizados a favor del separatismo en Africa y Asia es larga y compleja.
Un país puede considerarse fuerte a partir de la consolidación de un universo de factores. En el balance está la clave. Escocia como nación independiente podría ser más rica de lo que en la actualidad es como Estado. Pero sería probablemente mucho más débil en sus capacidades internacionales, en su representatividad global y en su acceso a beneficios que sólo están disponibles para grandes potencias. Siguiendo el mismo criterio, no es menos cierto que Inglaterra sería más pobre con Escocia fuera del Reino Unido. Entonces lo que puede mantener unido un bloque es la coherencia anclada en el principio de justicia, tolerancia y respeto por y para todos sus integrantes. La opresión, el abuso y la injusticia llevan a la confusa radicalización de posiciones. Escocia ha sido un ejemplo de sentido común, interés económico, tolerancia, apertura, diversidad y ecumenismo. Ojalá el resto de Europa pueda aprender de esta experiencia.
Alex Gasquet. ©2014