Con el lema «somos el 99% que recibe el 1% de la riqueza», distintos movimientos alrededor del mundo reclaman un cambio profundo en los sistemas político, económico, legislativo y judicial. La protesta generalizada pareciera estar directamente enfocada en sacar de escena a una clase gobernante que sólo se mira a sí misma, y que ha dejado de dar respuestas hace ya demasiados años.
El pasado 15 de octubre millones de personas se manifestaron contra sistemas de gobierno de todo tipo en más de 950 ciudades de 82 países. El elemento que los unió es ni más ni menos que el hartazgo. Los primeros resultados muestran dos transiciones políticas con elecciones democráticas ya programadas, una guerra civil a punto de concluir, dos largas revueltas de horizonte incierto, varias reformas constitucionales y diversos cambios en modelos económicos. Todo como consecuencia de la participación masiva de los pueblos como motor impulsor de las reformas. En algunos casos con lamentables derramamientos de sangre: una represión desenfrenada en Libia, enfrentamientos entre civiles en Siria o la represión sistemática ejecutada en Yemen. Esto es el precoz comienzo de una historia de transformación profunda que todavía no dibuja un horizonte claro. Los escépticos del cambio sostienen que el movimiento no es más que un grupo de trasnochados «setentistas»; izquierdistas nostálgicos que carecen de una propuesta seria. Y es muy probable que haya una porción de verdad en ello. Pero no es menos cierto que allí donde sólo se escuchaba la retórica de la política profesional y la voz codiciosa de las corporaciones, hoy sopla un viento de cambio que escribe en el aire un «basta» con un consenso mayoritario. Cuanto más se informa la población de las actividades de sus gobiernos y congresos, más crece la indignación y más gente se suma a las protestas.
Pero, ¿es suficiente ser el 99%? ¿La acción conjunta de los pueblos puede generar cambios verdaderos sostenibles en el tiempo?
La reciente muerte de Muamar el Gadafi vuelve a refrescarnos las atrocidades cometidas por él y su régimen. Y el desagradable recuerdo nos trae también una reflexión sobre la posición de Occidente frente a las acciones del dictador libio.
Gadafi ha financiado y sostenido a dictadores en Uganda, Somalia, Liberia o Burkina Faso. Sin distinción de ideologías y sin lógica aparente, las armas y el dinero libios llegaron con generosidad tanto al IRA irlandés, a la ETA vasco-española, como a los separatistas musulmanes de Filipinas, al ala paramilitar del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica o a grupos extremistas palestinos.
El ex líder libio ha ordenado quemar la embajada norteamericana en Trípoli. En 1985, la inteligencia libia ejecutó un doble ataque terrorista contra los mostradores de las aerolíneas israelí El Al y estadounidense TWA en los aeropuertos de Roma y Viena, con un balance de 19 muertos. En 1986, la discoteca de Berlín occidental La Belle, frecuentada por soldados de Estados Unidos, fue volada con un explosivo plástico en una maniobra dirigida por agentes libios. Apoyados por la logística del gobierno de Gadafi, en 1988, una bomba desintegró un Boeing 747 de la compañía Pan Am que realizaba la ruta Londres-Nueva York; los restos en llamas cayeron sobre la localidad escocesa de Lockerbie y la tragedia se cobró la vida de 270 personas. En 1989, agentes de inteligencia libios, incluyendo al cuñado de Gadafi, hicieron explotar en pleno vuelo un avión de la compañía francesa UTA, dejando 170 muertos.
Sin contar el muestrario de atrocidades cometidas contra su propio pueblo, y sólo observando sus acciones alrededor del mundo es posible concluir que la lista de crímenes perpetrados por el dictador es tan extensa como imperdonable. Sin embargo, la política occidental, en 2002, comenzó el rescate del régimen de Gadafi cuando el Departamento de Estado de Estados Unidos, sin más detalles, informó que estaban en curso conversaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Libia, y que las mismas se desarrollaban de manera «constructiva» y «positiva». El entonces presidente George W. Bush —a sólo un año del 11-S— excluyó a Libia de su presentación del tristemente célebre «Eje del mal». Inmediatamente, Gadafi anunció que su país renunciaba al «comportamiento revolucionario». En sus palabras: ‘Tenemos que aceptar la legalidad internacional pese a estar falseada e impuesta por Estados Unidos; de lo contrario, nos van a aplastar».
Pero la realidad de Occidente tenía otros planes: perdón y olvido a cambio de dinero y petróleo. El gobierno libio acordó pagar a las familias de las víctimas del avión de Pan Am 2.700 millones de dólares. En simultáneo, Libia entregó al Consejo de Seguridad de la ONU una carta en la que, por vez primera, aceptaba su responsabilidad en ese atentado. El acuerdo incluía un punto particularmente vergonzoso: el otorgamiento de garantías, de parte de Washington y Londres, que el reconocimiento de la autoría libia de la voladura del avión de Pan Am no daría pie a procesos judiciales ni al gobierno ni a ningún funcionario libio. Pocos días después se consolidó el arreglo para el pago de 1.700 millones de dólares a las víctimas del avión de la aerolínea francesa UTA.
No pocas voces de la opinión pública internacional denunciaron en ese momento el imperdonable hecho que Gadafi, visto como un terrorista confeso, comprara su amnistía y su impunidad a las potencias occidentales, donde un gran número de compañías energéticas aguardaban impacientes el momento de poner el pie sobre el petróleo y el gas libios.
En 2004, Washington anunció el restablecimiento de su presencia diplomática en Libia y puso fin al embargo comercial y al boicot petrolero. A partir de allí, el coronel fue visitado sucesivamente por el italiano Silvio Berlusconi, por el español José María Aznar, por Berlusconi de nuevo, por Tony Blair —en el primer viaje de un primer ministro británico desde 1943—, al que siguió —sólo días después— la firma de un enorme contrato de explotación de gas a favor de la Shell; otra vez por Berlusconi, por el alemán Gerhard Schróder, tras obtener Berlín el pago de 35 millones de dólares para los afectados por el atentado contra la discoteca La Belle; por el francés Jacques Chirac; por el canadiense Paul Martin, por el polaco Marek Belka, y la lista continúa… No fue sorpresa la inmediata participación de ExxonMobil, Chevron – Texaco y ConocoPhillips en los enormes contratos de explotación del crudo libio.
El pedido de rendición a Gadafi, en una Libia surcada por una guerra civil y con un final lento e inevitable, se ha escuchado en boca de la hipocresía política del mundo occidental repetidas veces en estos meses previos a su caída y posterior ejecución. Una demostración más de un oportunismo desvergonzado en un escenario donde los intereses económicos dominan la escena.
El mundo es un lugar mejor sin Gadafi. Pero tal vez es un poco ingenuo pensar que fue el movimiento popular el verdadero autor del cambio de régimen en Libia.
Son demasiado poderosos los intereses económicos que están detrás de la escena. Tal vez la multiplicación de contratos de explotación de petróleo y gas que se sucedieron después de la caída del dictador Gadafi sean una prueba de ello.
Alex Gasquet. ©2011