Barack Obama ha comenzado la carrera hacia su reelección en los comicios previstos para el 6 de noviembre de 2012. Una de las razones de esta anticipada decisión es atribuida por los observadores a la necesidad de poner en marcha el arduo proceso de recaudación de fondos. Pero si bien este aspecto es una realidad ineludible, todo indicaría que no es la única causa. Da la impresión de ser un mensaje dirigido más hacia el corazón del Partido Demócrata que hacia el electorado en general. Si el presidente Obama pretende dar pelea, lo primero que debe desalentar es cualquier intento de candidatura dentro de su propio partido. Una interna dentro de su propia casa haría indiscutiblemente evidente su pérdida de aprobación en un electorado cautivo. Con poco más de 2 años de gestión, el mandatario cuenta con un 50% de aprobación del pueblo norteamericano. Aunque cabe destacar que ese 50% lo hace en un marco de escepticismo creciente sobre la clase política en general. Las esperanzas de un cambio profundo y radical que llevaron a Obama a la Casa Blanca se esfumaron rápidamente. Los inspiradores discursos perecieron arrollados por la realidad de los hechos desde el comienzo mismo de su presidencia. Obama, hasta ahora, ha sido mejor candidato que presidente. Una reforma de salud a medias, con una muy compleja estructura de aplicación escalonada en el tiempo que se parece más a una salida escenográfica que a una reforma responsable que ataque las causas de un problema que lleva más de 50 años perpetuando frustraciones. Una cárcel de Guantánamo aún abierta, con flamantes tribunales militares reinstalados y la investigación inconclusa por el uso oficial de la tortura como herramienta de interrogatorio en vía muerta, han dejado el intento de recuperación de la moral en el olvido.
No obstante, quisiera pronunciarme un poco más en profundidad sobre las decisiones de cambio de Obama en materia económica. En particular, en las personas que el presidente ha elegido para acompañarlo en el inicio de una gestión marcada por la crisis financiera más grande de los últimos 75 años. Todavía resuena en mis oídos la sentencia de un Obama candidato el 29 de septiembre de 2008: «La avaricia e irresponsabilidad en Wall Street y en Washington nos han llevado a una crisis tan seria como la de la Gran Depresión». En el mismo discurso utilizaba las fallas del sistema regulatorio como un ejemplo cabal de la necesidad de una transformación. Prometió la creación de un verdadero ente de regulación, mayores requisitos de capital para las entidades financieras, una agencia de protección al consumidor para cuestiones financieras y un cambio radical en la cultura de Wall Street. Sin embargo, el Obama presidente escogió a Timothy Geithner como secretario del Tesoro. Geithner presidió la Reserva Federal de Nueva York durante la gestación de la crisis, y fue uno de los pilares de la desregulación del sistema financiero en la última década. Como presidente de la Comisión de Negociación de Futuros de Materias Primas (CFTC, por sus siglas en inglés) nombró a Gary Gensler, un ex ejecutivo de Goldman Sachs, quien participó activamente en la campaña para impedir la regulación de los productos financieros conocidos como «derivados» y actores principales de la crisis. En la Comisión de Valores e Intercambio (SEC, por sus siglas en inglés), ente responsable de controlar la legalidad de los movimientos dentro de los mercados de valores, confió en Mary Schapiro, ex CEO de The Financial Industry Regulatory Authority (FIN-RA), el organismo de autorregulación creado a modo de cortina de humo por los bancos de inversión para evitar la regulación del Estado.
El jefe de Gabinete que inauguró la presidencia de Obama fue Rahm Emanuel, ex miembro del directorio de la tristemente célebre Freddie Mac —reemplazado el pasado enero por William Daley, ex funcionario del J.P. Morgan—. Y la jefatura del Consejo Económico Nacional recayó en manos de Larry Summers.
Cuando en 1981 Ronald Reagan adoptó como secretario del Tesoro al CEO de Merrill Lynch, estaba inaugurando una era que ya lleva 30 años de desregulación financiera sostenida. Para aquellos que proclaman que la vocación desesperada por desregular es patrimonio exclusivo del Partido Republicano, me permito recordarles que la consolidación del camino desregulatorio se dio durante la presidencia de Bill Clinton, con el nombramiento del ex CEO de Goldman Sachs, Robert Rubin (asesor de campaña de Obama) como primer secretario del Tesoro, y Larry Summers como su sucesor —sí, el mismo Larry Summers—. En 1998, Citicorp y Travelers se unieron creando la compañía financiera más grande del mundo: Citigroup. La fusión violó la Ley Glass-Steagall, que impedía que las entidades con depósitos participaran en actividades de bancos de inversión. Regla elemental para la protección de los depósitos de las personas. Si bien la fusión era ilegal, la Reserva Federal les concedió una excepción de un año para resolver la situación. En 1999, liderado por Summers y Rubin, el Congreso aprobó la ley conocida como «Ley de Alivio para Citigroup», derogando la Glass-Steagall y abriendo la puerta para transmutar la banca en algo parecido a un casino. Unos años después, Rubin ganaría 126 millones de dólares como vicepresidente del Citigroup, y Summers consolidó su poder convirtiéndose en jefe de asesores económicos del presidente.
En 2009, Obama volvió a nombrar a Ben Bernanke como titular de la Reserva Federal. Bernanke, un republicano que fue nombrado por el ex presidente George W. Bush en octubre de 2005, es uno de los máximos responsables de la inacción del organismo que presidía, y aún lo hace, durante la gestación y estallido de la crisis. En este momento, en Estados Unidos, el poder financiero está más concentrado que nunca. Durante la actual Administración, el sector financiero ha trabajado muy duro para evitar las regulaciones. La industria financia más de 3 mil cabilderos para la tarea; más de 5 por cada congresista.
Dicen que los pueblos que no juzgan y condenan están destinados a repetir la historia. Republicanos, Demócratas, Independientes… lo mismo da. No es una cuestión de ideologías. Es codicia y sed de poder y control. Seguramente una nueva crisis se estará gestando en el corazón de algún formato especulativo por venir, disfrazado de prosperidad y desarrollo. John Maynard Keynes sentenció: «No podemos esperar un gran bien de una situación en la que el desarrollo de un país se convierte en el subproducto de las actividades de un casino».
Imagino que el próximo eslogan de campaña para la reelección de Barack Obama podría ser: «Change: No. We Can’t». El voto de Wall Street estará garantizado.
Alex Gasquet.©2011